jueves, 10 de abril de 2014

PERIODO DE 1982 A 1988

MIGUEL DE LA MADRID
El cambio de rumbo que Miguel de la Madrid imprimió a México durante su mandato abarcó modificaciones profundas en la manera en que el gobierno federal atiende los asuntos económicos, políticos y sociales (1); sin embargo, el giro más decisivo, con el que enfrentó la grave crisis económica que vivía el país al iniciar su gobierno, y sentó bases para un desarrollo sano en el futuro, que sirvieron a los posteriores gobiernos para sortear otras crisis económicas, incluidas las recientes, fue el cambio de rumbo en la conducción de la política económica.
El Presidente aprovechó la crisis de 1982, la más severa que se recuerde, para introducir gradualmente cambios estructurales, con los que México pasó de tener una economía cerrada y sin posibilidades de crecimiento, a una abierta y mejor dotada para crecer y competir exitosamente en la economía global, que entonces se prefiguraba; de un aparato productivo ineficaz y sobreprotegido, a otro más dinámico, apoyado con políticas comerciales, monetarias, cambiarias y fiscales realistas; de un gobierno demasiado interventor y voluminoso, a otro legítimamente rector del desarrollo económico, más ligero en su burocracia y concentrado en atender las prioridades sociales, más que en la producción directa de bienes y servicios, muchos de los cuales no eran esenciales para los fines del Estado. "Las crisis son, paradójicamente, las verdaderas oportunidades para el cambio", reflexionaba más tarde en sus memorias (2).
Con un programa económico que combinaba medidas coyunturales y de fondo, afirmado en el Estado de Derecho, democrático en su concepción y flexible en su manejo, De la Madrid pudo afrontar a la vez las numerosas dificultades externas e internas que se presentaron a lo largo de su mandato, e ir limpiando el camino para recuperar la estabilidad estructural y sostener el crecimiento de la economía nacional. La incertidumbre en el contexto internacional y la volatilidad de los indicadores económicos le imponían una conducción cauta y a la vez firme, para la que su formación, experiencia y personalidad le favorecían. "Es imposible saber por adelantado lo que va a ocurrir y preparar un esquema rígido. Al contrario, según van ocurriendo las cosas, voy abriendo y cerrando válvulas", decía (3).
Los costos sociales, sobre todo en la disminución del poder adquisitivo de los salarios, fueron severos, porque tuvo que tomar medidas de disciplina financiera que, por no haber sido adoptadas por gobiernos anteriores, se dejó que el país llegara al borde de la quiebra cuando se presentaron problemas externos para los que la economía mexicana no estaba preparada.
La crisis de 1982 y sus antecedentes
El 1o de diciembre de 1982, cuando De la Madrid tomó posesión de la Presidencia, el panorama era desolador: una inflación de casi 100%, con clara tendencia a convertirse en hiperinflación; la cantidad de billetes en circulación se había incrementado casi lo mismo que en los 53 años anteriores acumulados. El déficit del sector público, de 17.6% del PIB, no tenía precedente. El debilitamiento de la actividad productiva había llevado a México a un crecimiento cero, algo que no había ocurrido desde los años treinta. Las restricciones en el crédito externo paralizaron los ingresos de divisas al sistema financiero nacional, y el desempleo abierto llegó a 8%, el doble del observado en 1981 (4). La deuda externa llegó a 87,588 millones de dólares, lo que representaba 89% del PIB y 1,359% de las reservas internacionales del país en 1982. El servicio de la deuda significó destinar a su pago el producto de 54.6% de las exportaciones petroleras y 32.1% de los ingresos totales del país en cuenta corriente (5).
Junto con la crisis, se presentaba una marcada polarización social por reclamos continuos de los grupos sociales que buscaban culpables, y una fuerte polémica entre los empresarios y el gobierno por la nacionalización de la banca que había realizado el Presidente saliente en los últimos meses de su gobierno; para algunos, la nacionalización era indicativa de una tendencia del Estado a desplazar al sector privado de la actividad económica.
La crisis fue consecuencia de un sobreendeudamiento excesivo, como en el que habían incurrido muchos otros países del llamado tercer mundo, así como de una inadecuada conducción de la economía y, como se hacía cada vez más evidente, no sólo en México sino en todo el mundo en desarrollo, del agotamiento del modelo de desarrollo entonces prevaleciente, con fuerte intervención del Estado en la economía. Este modelo, iniciado en la segunda mitad del siglo XX, después de la Segunda Guerra Mundial, impulsó una industrialización intensiva a partir de una política de comercio internacional proteccionista, que restringía las importaciones para sustituirlas con productos nacionales; al mismo tiempo, las políticas financiera y fiscal se utilizaron para estimular la inversión privada. La política monetaria consiguió mantener la estabilidad de precios, salarios, tipo de cambio y tasas de interés. Las divisas se obtenían por medio de exportaciones y turismo, y sólo marginalmente por préstamos del exterior. Los ingresos del gobierno eran suficientes para responder por su gasto.
Para comienzos de los años setenta, el modelo comenzó a debilitarse. Los productos elaborados en el país resultaban de menor calidad y de mayor precio que los extranjeros, por lo que el crecimiento de la producción nacional comenzó a disminuir, limitándose al mercado interno. Los contrastes en la distribución del ingreso se hicieron más marcados; la población se había incrementado aceleradamente, así como el número de quienes vivían en las ciudades. La demanda de servicios públicos creció en la misma proporción.
Para atender estos problemas, el Presidente Luis Echeverría (1970-1976) convirtió al Estado en motor del desarrollo, impulsando la inversión en obras públicas y subsidiando al consumo. A diferencia de los años anteriores, ahora el gobierno empezaba a gastar más de lo que tenía; el déficit público pasó de 2.5 a 9.9% del PIB entre el inicio y el fin de su gobierno. La diferencia se cubrió mediante la emisión de dinero y la contratación de deuda externa; ello provocó que la inflación creciera de 5.3% anual a 15.8% en los mismos años. La consecuente sobrevaluación del peso al no modificar el tipo de cambio, constante en los últimos 22 años en 12.50 pesos por dólar, provocó una devaluación en septiembre de 1976, y se estableció un sistema de flotación en la cotización del peso frente al dólar (6).
El gobierno del Presidente José López Portillo (1976-1982) pudo recuperar la confianza del público al descubrirse enormes reservas probadas de hidrocarburos que colocaban a México como el quinto país con mayores reservas petroleras. Entre 1973 y 1978, los precios del petróleo se habían incrementado, lo que provocó un marcado optimismo en el crecimiento futuro de la economía nacional. La estrategia de desarrollo siguió la misma pauta del sexenio anterior, ahora apoyada en el ingreso por exportaciones petroleras. El PIB creció a más de 8% anual en promedio entre 1978 y 1981, por encima del crecimiento de la población, que fue de 3.5% en ese lapso. La inversión privada y el empleo se elevaron. México era considerado buen pagador y buen sujeto de crédito por la banca mundial debido al auge petrolero, por lo que los préstamos del exterior fluyeron con facilidad, sobre todo para fortalecer la infraestructura petrolera. El Presidente López Portillo, entusiasmado, llamó a los mexicanos a prepararse para "administrar la abundancia".
El déficit financiero del sector público como proporción del PIB creció, de 6.7% en 1977, a 14.8% en 1981. Las ventas de petróleo permitieron posponer el aumento a los precios y tarifas del sector público, y mantener prácticamente fijo el deslizamiento del peso, entre 22.70 y 22.90 por dólar, de 1977 a 1980, a pesar de que la inflación en México era mayor que en las naciones con las que comerciaba. Esto encareció las exportaciones mexicanas no petroleras y abarató comparativamente los productos importados, provocando un déficit creciente en las transacciones no petroleras.
Las exportaciones de petróleo, como proporción de las totales, crecieron de 22.3% en 1977 a 75% en 1981, y los ingresos del gobierno provenientes de Petróleos Mexicanos (PEMEX), aumentaron de 15.7 a 27.6% en los mismos años. La economía mexicana se había petrolizado.
El petróleo estaba en el centro de la política macroeconómica. Sin embargo, a mediados de 1981, los precios internacionales del crudo comenzaron a caer. El precio de referencia por barril pasó, de 40.60 dólares en 1980, a 34.26 dólares a fines de 1981. Aunque la pérdida de divisas petroleras significó 1,283 millones de dólares, el gobierno no devaluó el tipo de cambio, y suplió la deficiencia con crédito externo. Estas circunstancias hicieron suponer a los ahorradores que era inminente una devaluación, y se produjo una creciente salida de dólares al exterior, que se estima en 20 mil millones de dólares entre mayo de 1981 y febrero de 1982, cuando la esperada devaluación por fin se produjo. Ese mes la paridad alcanzó 44.64 pesos por dólar, 18 pesos más por dólar que en enero del mismo año.
El déficit financiero del gobierno federal siguió creciendo, hasta alcanzar 17.6% del PIB. Aumentó la inflación, al igual que la desconfianza del público, y la fuga de divisas se aceleró. En agosto se produjo una nueva devaluación y se implantó un sistema de control de cambios dual, con un tipo de cambio "preferencial", de 49.50 pesos por dólar, y otro libre, que inició a 77 pesos por dólar y llegó a alcanzar 150 pesos por dólar. Por disposición oficial, los depósitos bancarios en dólares se pagaron en pesos (por lo que fueron llamados mexdólares), al tipo de cambio preferente, que era menor que el tipo de cambio libre. Esta medida causó un gran disgusto entre los ahorradores, que se sintieron defraudados, y mayor pérdida de confianza en el gobierno. El 20 de agosto las autoridades mexicanas declararon que el país no estaba en condiciones de hacer frente a sus compromisos con el exterior, por lo que se consiguió una prórroga de 90 días para el pago de la deuda de corto plazo, que representaba unos 10 mil millones de dólares.
En septiembre de 1982, tres meses antes de que comenzara el nuevo gobierno, en una decisión más emotiva que práctica, el Presidente López Portillo decretó la nacionalización de los bancos.
Las medidas adoptadas en 1982 provocaron mayor confusión y desconfianza entre el público, y un serio desquiciamiento en el sector financiero. Las consecuencias más graves fueron tres. La primera, la reducción en el poder de compra de los ahorradores, de los cuales los sectores medios y populares fueron los más afectados, como consecuencia de la devaluación de la moneda y de una creciente inflación. La segunda, una reducción en la liquidez de las empresas que tenían deudas con el exterior o que requerían la compra de materias primas o refacciones del extranjero para operar, lo que amenazaba con una ola de quiebras. La tercera, la incertidumbre sobre el verdadero precio de los bienes, que desató una inflación inercial, es decir, que la incertidumbre misma generaba más inflación. La magnitud de la crisis y la nacionalización de la banca tensaron peligrosamente las relaciones entre los empresarios y el gobierno, e incluso se temía un estallido social.
Sin embargo, a pesar de las dificultades, México había crecido aceleradamente en los años anteriores y contaba con una importante planta productiva con enorme potencial. El problema era cómo echar a andar ese aparato productivo y disminuir el desempleo sin generar mayor inflación en el corto plazo y, al mismo tiempo, restituir las maltrechas finanzas públicas y cumplir con los compromisos financieros del exterior (7).
Más crisis
El de Miguel de la Madrid fue un gobierno de manejo de crisis recurrentes. Además de la grave crisis con que recibió el país, nuevos retos se acumularon a lo largo del sexenio.
Entre marzo y junio de 1984 se presentaron cuatro alzas consecutivas a las tasas de interés en Estados Unidos, de medio punto cada una. Ello significó una erogación adicional, para México, de 350 millones de dólares en cada caso, con la consecuente afectación de los esfuerzos de ajuste y un alza en las tasas de interés locales, que aumentaron la deuda interna, redujeron el margen de maniobra del gobierno y desalentaron la inversión privada (8).
En febrero de 1985 el precio del barril de petróleo tipo Istmo bajó 1.25 dólares, al pasar de 29 a 27.75 dólares por unidad, lo que disminuyó el ingreso de divisas por unos 300 millones de dólares (9). El precio siguió bajando hasta quedar en 23 dólares por barril (10).
En septiembre de ese mismo año, dos violentos terremotos, uno de 8.1 grados en la escala de Richter, y otro de 6.5 grados, sacudieron a la ciudad de México y ocho estados de la República. Hubo una pérdida de vidas estimada en más de 5 mil personas y cuantiosos daños materiales en viviendas e infraestructura pública, principalmente en la capital del país. El costo de la reconstrucción se calculó en 4 mil millones de dólares, en momentos en que la escasez de divisas era acuciante (11).
Durante los primeros 45 días de 1986, los precios internacionales del petróleo volvieron a caer, ahora estrepitosamente. Al 14 de febrero, el precio de nuestro barril de petróleo había caído 8 dólares, desde los 23 que registró en 1985. Nunca antes en el mercado petrolero había ocurrido una baja tan brusca y de tal magnitud (12). La caída en los precios ocasionó a la economía mexicana una pérdida equivalente a 6% del Producto Nacional (13).
En este contexto, la comunidad financiera internacional se resistía a compartir los costos del ajuste, y empujaba a México a restricciones más fuertes, que el país no estaba en condiciones de soportar (14).
Por si fuera poco, el lunes 19 de octubre de 1987 se desplomó la Bolsa Mexicana de Valores bajo el impulso de la drástica caída que ese mismo día sufrió Wall Street, arrastrando con ella otras bolsas del mundo. En un día perdió 52,671 puntos, es decir, 16.5%; en el curso de un mes llegó a perder 70% y seguía a la baja, generando un clima de histeria entre los inversionistas. Miles de personas se vieron afectadas, lo que creó un ambiente de incertidumbre y malestar muy negativo (15). Aquel día fue conocido en todo el mundo como el "lunes negro".
Éstos fueron los principales componentes de la problemática económica recurrente que debió enfrentar Miguel de la Madrid en el transcurso de su mandato.
El cambio de rumbo en la economía
La nueva administración de Miguel de la Madrid enfrentó la grave situación económica buscando corregir el desequilibrio financiero del gobierno e impulsar el sistema productivo con ahorro interno, estabilidad y realismo cambiarios, y, sobre todo, procurando contener la inflación. Esto significó, de hecho, el inicio de la transformación del modelo de desarrollo que había seguido México hasta ese momento.
Para impulsar el cambio estructural y hacer frente a la crisis, el Presidente De la Madrid promovió una serie de reformas legales, entre las que sobresalen un cambio a los artículos 25, 26, 27, 28 y 73 de la Constitución, para ratificar el régimen de economía mixta, precisar el papel del Estado en la rectoría económica, limitar su intervención directa a los sectores considerados estratégicos o prioritarios, y crear un sistema de planeación democrática en el que coparticiparan los sectores público, privado y social, y que obligara a establecer un Plan Nacional de Desarrollo con metas específicas para cada área de gobierno. La reforma se presentó el 12 de diciembre de 1982 al Congreso de la Unión (16). Esto era necesario para distender el ambiente de confrontación que cundía entre el sector privado en contra del gobierno, ofreciendo a los empresarios un mensaje de certidumbre y tranquilidad; para dar fundamento jurídico a los cambios estructurales que se emprenderían, y para conducir las políticas económicas indispensables en el combate a la crisis.
Otra estrategia, anunciada el mismo día en que tomó posesión de la Presidencia, fue lanzar un programa de emergencia para estabilizar la economía después de la crisis de 1982. El Programa Inmediato de Reordenación Económica (PIRE) tuvo como propósito atacar la inflación mediante el reordenamiento de las finanzas públicas. Sus principales medidas se dirigieron, por un lado, a reducir el gasto público mediante una estricta disciplina presupuestal, disminuir el tamaño de la Administración Pública Federal y desincorporar empresas estatales no prioritarias; por el otro, a incrementar los ingresos, principalmente con el aumento a los precios y tarifas de los bienes y servicios públicos de los sectores siderúrgico, ferroviario, de aerotransportes y petroquímico.
Si el origen de la crisis de 1982 estuvo en un gasto excesivo del gobierno, respaldado en la contratación de créditos externos y en un volátil auge de las exportaciones de petróleo, ahora que no había recursos disponibles era necesario fortalecer de manera sana los ingresos gubernamentales y disminuir su gasto. Al tiempo que se racionalizaba la participación del sector público, se inició un programa de defensa de la planta productiva y el empleo.
Con el fin de mitigar los efectos negativos de la crisis, a partir de las reformas constitucionales durante todo el sexenio se impulsaron actividades legislativas que abarcaron puntos medulares de la economía y contribuyeron a la estabilidad en medio de las tormentas (17).
Por ejemplo, la aprobación por el Congreso de la Ley Reglamentaria del Servicio de Banca y Crédito, al inicio de su gobierno, culminó el proceso de incorporación de los bancos al Estado y cerró la contienda legal que iniciaron, por medio de amparos, algunos accionistas de los bancos nacionalizados. En esta ley se incluyó el mecanismo para indemnizar a los antiguos dueños y se previó que 34% de las acciones pudiese ser adquirido por particulares, a razón de 1% por inversionista, como máximo. Se devolvieron a los ex banqueros todos los activos que no fueran estrictamente bancarios, como las casas de bolsa, y el gobierno las privilegió con la colocación en ellas de deuda pública a través de Certificados de la Tesorería de la Federación, lo que a la vez contribuyó a aliviar las grandes necesidades de financiamiento que tenía el sector público. Ésta fue una nueva señal de certidumbre a los inversionistas privados, y significó el comienzo de la reversión del decreto de nacionalización de los bancos, que tanto había dañado las relaciones entre los empresarios y el gobierno (18).
La desincorporación de empresas públicas fue uno de los rasgos centrales del cambio de modelo económico, que pasó de una excesiva participación del Estado en la economía, a una mucho más moderada, fincada en la rectoría económica, más que en la participación directa en la producción, que era demasiado amplia; el gobierno había llegado al extremo de operar, por ejemplo, una fábrica de bicicletas, cines y teatros. La política de desincorporación de empresas públicas redujo su número de 1,155 en 1982 a 952 el año siguiente, con el criterio constitucional de que el Estado conservara únicamente las empresas estratégicas y prioritarias. Al final del sexenio ya eran solamente 412.
Durante las administraciones siguientes se prosiguió con esta medida de cambio estructural y se redujo aún más el número de entidades paraestatales. A fines de 2010, eran sólo 197, de las que muy pocas eran propiamente productoras de bienes comerciales, como Petróleos Mexicanos. La mayoría de las que siguió operando el Estado son instituciones educativas, de investigación científica, de salud, de promoción, fideicomisos y fondos especializados, si no estratégicos o prioritarios, sí relacionados con tareas sustantivas de gobierno.
Cuando presentó el Plan Nacional de Desarrollo, en 1983, el Presidente señaló que la planeación era un factor necesario para enfrentar con éxito la adversidad; era un instrumento político para ordenar y coordinar el esfuerzo colectivo y un instrumento de gestión pública para hacer un uso más eficiente de los recursos escasos frente a las grandes necesidades sociales. La planeación no garantizaba el éxito, pero proporcionaba mayor certidumbre, fortaleciendo los instrumentos para lograr los cambios necesarios. El plan se propuso cuatro objetivos:
  1. Conservar y fortalecer las instituciones democráticas.
  2. Vencer la crisis.
  3. Recuperar la capacidad de crecimiento.
  4. Iniciar los cambios cualitativos que requería el país en sus estructuras económicas, políticas y sociales.
Todas las dependencias federales quedaron obligadas a alinear sus objetivos con los del Plan Nacional de Desarrollo; se elaboraron planes sectoriales y se promovieron leyes locales de planeación, para que cada estado tuviera su Plan de Desarrollo, y un convenio de coordinación en armonía con el Plan Nacional; la planeación fue llevada incluso a escala municipal. La planeación del desarrollo, otro cambio estructural introducido por Miguel de la Madrid, se conserva hasta nuestros días, y ha resultado de gran utilidad para facilitar la coordinación entre los tres órdenes de gobierno y la concertación social en torno a objetivos nacionales, sectoriales y locales, en un ambiente de plena democracia.
En la administración de Miguel de la Madrid se empezó a atacar a fondo el problema de la deuda externa. En los dos sexenios anteriores se había cuadruplicado dos veces la deuda expresada en dólares, de alrededor de 5 mil millones, a aproximadamente 20 mil millones durante el gobierno de Luis Echeverría, y a 80 mil millones de dólares en el de José López Portillo.
Al comenzar el Gobierno de Miguel de la Madrid, México se había quedado prácticamente sin reservas de divisas, por lo que era indispensable restablecer el crédito externo. Por ello el Presidente se opuso a medidas radicales, como la moratoria de pagos, tendencia que cobraba fuerza en países como Argentina, Perú y Brasil. Desconocer los compromisos con el exterior hubiera significado cerrar las puertas al crédito y arriesgar al país a represalias comerciales o a incautaciones.
Pese a la disposición del Presidente a renegociar la deuda, "nunca tuvimos, sin embargo, en materia de deuda externa, una respuesta amplia, positiva, generosa, de los EU y otros países acreedores; logramos varias renegociaciones que nos fueron alargando plazos, ahorrando costos, o haciendo obtener limitados recursos adicionales netos, pero no hubo ninguna actitud definitiva que hiciera compartir a los acreedores, en una medida más equitativa, el grave problema de la deuda externa, del cual ellos habían sido corresponsables. Sólo al final se logró un avance limitado, gracias a una operación que redujo el saldo del capital y que abrió el camino a negociaciones más favorables en los años siguientes" (19).
La primera fase de negociaciones con la banca internacional se consolidó con el préstamo de 3,900 millones de dólares por el Fondo Monetario Internacional en 1983, cuya gestión inició el gobierno anterior. A cambio se había firmado, en noviembre de 1982, una carta de intención por la que México se comprometía a disminuir el déficit del sector público, que debería pasar del 16.5% del PIB que tenía en 1982, a un 3.5% en 1985. El compromiso incluía alzas en precios y tarifas de bienes y servicios públicos para incrementar los ingresos del gobierno; estímulos al ahorro interno, flexibilidad en los controles de precios de productos básicos, el mantenimiento del control de cambios y la disminución de los aranceles (20).
Más allá del alivio que significaba para México, el préstamo del FMI evitó que el país se declarara en quiebra, lo cual hubiera afectado negativamente al sistema financiero internacional en su conjunto, pues otras naciones, sobre todo latinoamericanas, hubieran podido seguir su ejemplo.
Durante los dos años posteriores se consiguió reprogramar para el quinquenio 1985-1990 los pagos de los créditos que se adeudaban a los bancos comerciales extranjeros. Las renegociaciones de la deuda externa durante el periodo de Miguel de la Madrid representaron, en conjunto, un ahorro de 6 mil millones de dólares. En suma, abarcaron 77,500 millones de dólares, equivalentes a tres cuartas partes de la deuda externa total del país. Con esto se consiguió reducir la transferencia de recursos al exterior, dotar al gobierno de liquidez para afrontar el gasto social y sentar bases para recuperar el crecimiento de la economía (21).
Para aliviar los problemas financieros de las empresas privadas con el exterior se creó, en 1983, el Fideicomiso para la Cobertura de Riesgos Cambiarios (FICORCA), dedicado a estimular la producción facilitando créditos y, después, descuentos en la deuda privada denominada en moneda extranjera. El mecanismo básico consistía en que el fideicomiso vendería, al tipo de cambio vigente, las divisas que las empresas requerirían más adelante para pagar sus adeudos. Con ello se reducía la incertidumbre cambiaria y se abrían líneas de crédito para la importación de insumos que permitieran reactivar la producción. La condición era que las empresas lograran reestructurar su deuda a un plazo mínimo de seis años. Unas 1,200 empresas lograron reestructurar su deuda externa por 12 mil millones de dólares a ocho años con cuatro de gracia, gracias al apoyo del FICORCA (22).
Durante los anteriores gobiernos la paridad cambiaria se consideraba intocable, prácticamente una razón de Estado. El Presidente José López Portillo llegó a contraer una deuda de 20 mil millones de dólares en 1982 para defender el tipo de cambio. La estrategia cambiaria de Miguel de la Madrid fue más realista.
El cambio estructural incluyó la apertura comercial y el fomento a las exportaciones mexicanas. Al exponer la planta productiva a la competencia externa y facilitarle el acceso a insumos del exterior, se comenzó a modificar el modelo proteccionista por otro que promoviera la competencia, en beneficio de los consumidores.
Las importaciones sujetas a permiso previo, que representaban el 100% del total hasta 1983, se redujeron a 35% en 1985 y llegarían a tan sólo 21.5% en 1988. También se redujo significativamente la tarifa promedio de importación en un proceso que la llevó a 11.17% en 1985 y hasta 5.6% en 1988 (23).
Después de dos años las nuevas políticas comenzaron a dar frutos: el déficit financiero fiscal llegó a 8.5 por ciento del PIB en 1984, después de ser de 16.9 por ciento dos años antes. En 1985 se consiguió un superávit primario (ingresos menos gastos distintos de intereses derivados del servicio de la deuda) de 4.2 por ciento del PIB, luego de que en 1982 se registró un déficit de 7.3 por ciento. La inflación se redujo de casi 100 por ciento en 1982, a 80 y 60 por ciento en los dos siguientes años (24).
Los problemas que se presentaron en 1985 y 1986 (los sismos, la baja en los precios del petróleo, el todavía considerable gasto de las empresas paraestatales y el alza en las tasas de interés en Estados Unidos) complicaron la aplicación de las medidas de ajuste y su expresión positiva en los indicadores económicos. Particularmente, el incremento en las tasas de interés de la deuda interna y externa provocó que, aunque se disminuía el gasto público, el gasto total no se redujera, debido al incremento en el servicio de la deuda. Una visión más objetiva del esfuerzo fiscal sería medirlo sin el pago de intereses.
Para enfrentar las nuevas complicaciones, el gobierno presentó en junio de 1986 el Programa de Aliento y Crecimiento (PAC), cuyo objetivo central era propiciar el crecimiento gradual de la economía, entre otras acciones, por medio de mayores créditos al sector privado y fomento a las exportaciones no petroleras con la subvaluación del peso frente al dólar, pero manteniendo la disciplina presupuestal. Se profundizaron las medidas de cambio estructural al acelerar la apertura comercial (se firmó el protocolo de adhesión al GATT, el organismo comercial más grande del mundo, la actual Organización Mundial del Comercio), continuar con la desincorporación de paraestatales, realizar una devaluación muy considerable en términos reales, e iniciar una reforma tributaria (25).
Uno de los efectos de la apertura fue que las exportaciones no petroleras crecieron sostenidamente desde el primer semestre de 1986, cuando superaron a las petroleras, tendencia que se mantuvo al alza hasta el presente. Mientras que en 1982 las exportaciones petroleras fueron el 78% del total, en 2010 representaron apenas 14% de las exportaciones totales.
La apertura comercial se hizo irreversible. Tras haber ingresado al GATT, durante las siguientes administraciones se negoció un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, que entró en vigor en enero de 1994, y a partir de ahí se multiplicaron los acuerdos de ese tipo, tanto bilaterales como multilaterales, dentro y fuera de América Latina. En julio de 2000 entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de México con la Unión Europea. A 2011, nuestro país había suscrito 11 tratados comerciales con 42 países, 10 de América, 31 de Europa y uno de Medio Oriente, Israel. En 2005 se hizo vigente un Acuerdo de Asociación Económica con Japón. Además, se han establecido también 6 Acuerdos de Complementación Económica, 27 Acuerdos para la Promoción y Protección Recíproca de las Inversiones y más de 30 Acuerdos para Evitar la Doble Tributación. Es decir, desde su ingreso al GATT en 1986, México ha construido una de las redes nacionales más grandes de integración a la economía global.
Desde el segundo semestre de 1986 comenzaron a observarse indicios de que la caída de la economía comenzaba a desacelerarse, de modo que 1987 se presentaba como un año positivo, con signos de incipiente florecimiento de la economía nacional: las exportaciones no petroleras mostraban una vitalidad impresionante; las reservas del Banco de México iban en rápido aumento, alcanzando 13,039 millones de dólares en 1987, más del doble de los 6,588 millones que tenía en 1986; la captación de ahorro en el sistema financiero volvía a crecer por primera vez en mucho tiempo, a lo cual contribuyó la renovada confianza de los inversionistas en las operaciones bursátiles; los volúmenes y precios de exportación de petróleo se recuperaban gradualmente.
Como prueba de que se percibía un mejor ambiente económico en el país, los capitales privados que habían emigrado al extranjero comenzaban, aunque de manera muy lenta, a retornar a México; la producción industrial en general y la manufacturera en particular, comenzaron a mostrar signos de recuperación, igual que los ingresos por turismo.
El segundo semestre se inició con una clara reactivación económica, lo que sugería próximas mejoras al muy deteriorado poder adquisitivo del salario, que desde 1982 se había reducido en alrededor de 50% en términos reales (26).
A pesar de que la inflación no sólo se mantenía alta sino que parecía acelerarse, el gobierno y los agentes económicos mantenían un cauto optimismo. El Presidente Miguel de la Madrid pudo presentar un panorama más alentador en el V Informe anual que rindió ante el Congreso de la Unión, el 1° de septiembre de 1987.
En este marco, el 4 de octubre tuvo lugar la nominación de Carlos Salinas de Gortari como candidato del PRI a la Presidencia de la República. Como secretario de Programación y Presupuesto, la dependencia globalizadora responsable de la planeación económica y la asignación de recursos presupuestales, era identificado directamente con la política del gobierno. La situación económica, y la asociación que se hacía del candidato oficial con las políticas públicas, sin duda tuvieron que ver con los posteriores resultados de las elecciones, que si bien favorecieron en su mayoría a Salinas de Gortari, significaron una considerable reducción en la proporción que obtuvo el PRI del total de votos emitidos.
El 19 de octubre, después de que se había reforzado un ambiente de expectativas optimistas sobre el curso de la economía, tuvo lugar la caída de la Bolsa Mexicana de Valores, arrastrada por el desplome de Wall Street de ese mismo día, que llevó a la ruina a numerosos ahorradores. El desánimo y la incertidumbre provocados por la caída de la bolsa estaban poniendo en riesgo el ambiente social y económico en vísperas del fin de su periodo de gobierno, y colocaban al país a las puertas de la hiperinflación.
Este entorno llevó al Presidente De la Madrida proponer un nuevo acuerdo social, al que se le conoció como Pacto de Solidaridad Económica, dirigido a controlar las amenazas de hiperinflación y a propiciar la estabilidad con recuperación del crecimiento de la economía.
El Pacto de Solidaridad fue un programa de ajuste heterodoxo, diferente a los que se venían aplicando con anterioridad. Hasta entonces se aplicaban medidas ortodoxas, como la reducción del gasto y el aumento de los ingresos públicos, que sin embargo no lograban reducir la inflación por sí solas, porque ésta ya traía un componente inercial, de expectativas que estimulaban el alza de precios. El pacto consideraba el compromiso de las organizaciones de trabajadores y empresarios, al lado del gobierno, para que, al mantener un tipo de cambio realista sin que se incrementaran los salarios, los aumentos de precios no fueran tan elevados, como de hecho ocurrió. La gran virtud del pacto fue frenar el efecto inercial que ya traía la inflación, lo que impidió regresar a momentos hiperinflacionarios, como en los años previos.
"Así, el Pacto de Solidaridad Económica (PSE) fue un acuerdo de política económica con los diversos agentes de la economía: gobierno, empresarios, obreros y campesinos, para estabilizar y reducir la inflación y sentar las nuevas bases de crecimiento. Cada uno de los participantes se comprometió con efectividad a llevar a cabo acciones concretas y se creó una Comisión de Seguimiento y Evaluación. El PSE fue renovado en cinco ocasiones durante 1988 y la inflación durante ese año, medida de diciembre a diciembre, se había reducido prácticamente a una tercera parte de la del año anterior (51.7%). Quedó demostrada con resultados positivos la bondad de soluciones democráticas sustentadas en un renovado pacto social, dentro del régimen constitucional ordinario.
"Sin duda alguna, la vulnerabilidad de la economía frente a los impactos negativos externos, pero sobre todo el del petróleo y la escasez de divisas, obligaron a implementar dos programas de ajuste y estabilización (1982-1983 y 1986-1987), y aunque se pudo lograr salir con éxito, en términos económicos, hay que reconocer con claridad que estos fenómenos frenaron los avances en la estrategia de cambio estructural; sin embargo, se pudo mantener la dirección y el cambio."(27).
Tomó todavía un par de años para que los indicadores de la economía mejoraran. Sin embargo, el cambio de modelo económico, el "cambio de rumbo", como lo llamó el Presidente De la Madrid, sentó las bases para una nueva etapa de desarrollo, más dinámica e integrada a la economía mundial. Fue un proceso con altibajos hasta cerca ya de finalizar el siglo XX, pero a principios de los años noventa México era considerado como un ejemplo exitoso de reformas económicas. "Se había conseguido frenar la inflación, los capitales fugados regresaban, la inversión interna y externa aumentaba, y el producto per cápita empezaba a crecer [...] el camino de la recuperación no había sido fácil"(28).
En un balance al final de su administración, Miguel de la Madrid explica la motivación de los cambios que introdujo al sistema económico: "México ya no podía soportar manejos económicos erráticos, que atendían más a necesidades políticas que al sano desenvolvimiento de la economía nacional". Lo primero que tuvo que hacer, recuerda, fue "renegociar favorablemente la deuda externa, resolver el problema cambiario, sanear las finanzas públicas y consolidar la confianza de los usuarios en el sistema bancario. Tenía que rectificar el modelo de desarrollo seguido hasta entonces, que se basaba en el crecimiento acelerado de la economía con inflación y una deuda pública creciente [...] propuse cambios estructurales que marcaban una inflexión en nuestro desarrollo. Promoví el saneamiento económico, la disminución del tamaño del Estado y una política de apertura comercial"(29). Éste es el esquema que sigue funcionando al comenzar el siglo XXI, y nada indica que vaya a cambiar sustancialmente en los próximos decenios. Por el contrario, las reformas que se plantean en estos años tienden a reforzarlo, como ocurre también en la mayor parte de los países del mundo.

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